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La masacre de los romanos en Genabum (23 de enero del 52 a. C.)

23 enero, 2024

Cumpliendo sus compromisos, bajo las órdenes de Cotuatos y Conconnetodumnos, los Carnutes masacraron al amanecer a los ciudadanos romanos de Genabum (Orléans). Estos romanos eran comerciantes y uno de ellos no era otro que Cayo Fusio Cita, caballero encargado de provisiones, que podemos suponer proporcionaba parte de los suministros destinados a las seis legiones que invernaban entre los Senones (Guerra de las Galias, VII, 3).

Inmediatamente después de esta masacre, los carnutes informaron a los demás pueblos de su entrada en guerra. La gente se encargó de transmitir y retransmitir este anuncio a gritos por toda la campiña gala, de modo que, paso a paso, esta información fue transmitida al resto de ciudades que se habían comprometido a apoyar la insurrección. Este modo de comunicación fue sumamente eficaz, ya que durante la primera vigilia del mismo día, la noticia llegó entre los arvernos, a 160 mil pasos de distancia (Guerra de las Galias, VII, 3).

Como era de esperar durante los preparativos del levantamiento, diferentes pueblos entraron a su vez en resistencia, siendo los primeros en mantener su compromiso los arvernos.

Beaux-Arts de Carcassonne – Combat de Romains et de Gaulois – Evariste-Vital Luminais

La caída del Sacro Imperio Romano Germánico – (II) – Rex, Rex, Rex

23 enero, 2024

 

“…Finalmente: he aquí algo de lo que sí se puede aprender…”

Wolfgang Amadeus Mozart, luego de escuchar una pieza de Bach.

The world is not enough

Hablábamos aquí de cómo los perros de la guerra engendrados por la revolución francesa sembraban el terror en Europa envueltos en un halo de indestructibilidad… Hasta que Lord Nelson derrotó a su flota en la Batalla del Nilo.

El más notorio de ellos –ya lo decíamos– era Bonaparte, quien deliraba con sangrientos ensueños de vanidad más grandes que el globo terráqueo.

Derrotada que fue la flota de Bonaparte en Egipto, regresó a Francia a escondidas de los ingleses pues creía que su servicio militar como segundón ya había terminado. Era el momento de tomar las riendas de esa enloquecida revolución.

La hecatombe ecuménica

Hablemos brevemente de esa “revolución”. Fue en definitiva una rebelión de ricachones sin escrúpulos –que rápidamente integraron un genuino y merecido cartel de bribones homicidas– en contra de la monarquía, en contra de la Iglesia y de la civilización tal y como se manifestaba en esa época. Considerando su contexto y sus implicaciones, la Revolución Francesa –no veo como no decirlo así– fue una auténtica tercera caída de Roma.

El modo en el que los comunes mortales pensamos ahora en relación a la mayoría de los temas que se nos puedan ocurrir, está indeleblemente marcado por los mitos en los que esa inhumana debacle se fundó.

Sus símbolos, sus banderas, su leitmotiv… todo lo relacionado con esta catástrofe de dimensiones universales, hoy nos parecen normales, inofensivas… y hasta “buenas”. En su tiempo fueron razones para matar inocentes a granel. Si con la sangre derramada querían que sus proezas quedaran grabadas para siempre, lo lograron con creces.

Curiosamente el “legado” de la revolución francesa actualmente “vigente” –en realidad– no es tal. Conceptos y realidades como democracia, voto universal, parlamentarismo, economía de mercado, derechos civiles, justicia social… ciertamente fueron más bien fruto maduro de la tradición política greco-latina y cristiana-medieval. Pero –¡Oh injusticias de la historiografía de folletín a la que estamos acostumbrados!– esos logros de la civilización se le atribuyen a esa carnicería francesa del siglo XIX.

Los pininos de la ingeniería social

La herencia más perdurable de esta orgía de sangre fueron las ideologías. Las “ideologías” fueron “concebidas” en el siglo XIV en el Oltraggio de Agnani en medio de las llamas que asesinaron al último gran maestre de la Orden de Los Templarios, la espada de la Cristiandad, el inolvidable guerrero Jacques de Molay. Luego de concebidas, las ideologías “nacieron” terminada la Guerra de los Treinta años en 1645; y aprendieron a “hablar” en 1789 con los primeros gritos revolucionarios franceses. Las ideologías llegarán a su madurez al final de este discurso.

La ideología es la psicosis de quien quiere jugar a ingeniero social, pues parte del principio de que el ser humano es un ente desarraigado, presa de una fluida e interminable evolución, y por lo tanto carente de libertad y sin una naturaleza específica que haya que respetar. Es, en definitiva, el pensamiento del ebrio peligroso que dice: “¡Hey! ¿Y por qué en lugar de hacer las cosas así, no las hacemos asá? ¿Qué perdemos con probar?” Y –”comenzando desde cero”– empiezan los muertos innecesarios y el sufrimiento general… Pero, ya lo dijimos, es una manera de pensar que –hoy por hoy– no sólo no se condena, sino se alienta y aplaude.

¡Oh noble labor en la que estaban enfrascados esos epulones jugando a ser reyes!: «¡Cambiar la sociedad”!

Siete años antes de la Batalla del Nilo, esos siniestros sujetos, finiquitadas las primeras masacres, el 1º de diciembre 1791, estaban reunidos en pomposa “assemblée nationale législative” precisamente para cambiar la “sociedad” francesa. Varios puntos estaban en su agenda: matar a los emigrados; declararle la guerra al Sacro Imperio Romano Germánico (defensor desde el año 800 después de Cristo de todos los valores que combatía la revolución y heredero de Carlomagno, Otón I, y Carlos V); matar a los sacerdotes que siguieran obedeciendo más al papa que a la revolución… y otros temas similares de gran contenido humanitario.

Epulones –como ya indiqué– no sabían que en el Sacro Imperio Romano Germánico estaba falleciendo –ese día precisamente– un hombre amado de Dios.

La voz de Dios

El primero de diciembre de 1791, Joannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus entregaba su alma a Dios. Theophilus en latín significa “amado de Dios” o –como se le conoció en realidad– Amadeus. Su apellido era Mozart.

Wolfgang Amadeus Mozart era un músico hijo de su época. Era, parafraseando a Schweitzer, un “músico objetivo”. Mozart perteneció completamente a su propio tiempo, y trabajó sólo con las formas y las ideas que su época le proveyó. No ejerció crítica alguna a los medios que la expresión artística puso en sus manos y no sintió compulsión interna a abrir nuevos senderos… No fue él el que vivió, sino que fue el espíritu de su tiempo el que vivió en él… Eso lo convirtió en grande.

Pero es que además, su brillantez intelectual y su perfeccionismo obsesivo, eran inauditos… Fuera de este mundo. A la inconcebible edad de seis años ya tenía hechas sus primeras cuatro obras musicales…

Como ya dijimos aquí, fue discipulo del viejo Haydn, y lo superó con creces. El humilde viejo dijo de su alumno, al padre de éste: “Os lo digo frente a Dios, con honestidad de Hombre: vuestro hijo es el más grande compositor que conozco, en persona o de nombre, tiene buen gusto y la más grande ciencia de la composición”.

De hecho, Mozart fue grande. Pero prefiero a Bach por tres razones: a) Bach es mejor; b) Mozart era un genio extraordinario, Bach era un sencillo padre de familia con veinte hijos; y c) Mozart fue reconocido en vida y es actualmente muy popular, Bach no.

La Misa de difuntos más maravillosa de la Historia

Falleció Mozart, decíamos, el 1º de diciembre de 1791, cuando los revolucionarios franceses discutían cómo “bouleverser” a la civilización representada por el Sacro Imperio Romano Germánico desde hacía mil años. Falleció Mozart mientras componía una de sus obras maestras: la Misa de Réquiem en D Menor KV. 626. Su maestro Haydn le sobreviviría, pues Mozart murió joven: a sus 36 años. Compuesta esta maravillosa Misa para un oscuro y excéntrico noble que había pagado por ella, fue estrenada para uno de los memoriales de difunto del mismo Mozart.

Cada una de las partes –cada párrafo– de la Misa de Réquiem en D Menor merece –no un artículo– sino un blog completo. Hoy me centraré escuetamente sólo en uno de sus fragmentos: el “Rex tremendae majestatis” de la “saequentia”. Ésta está conformada por uno de los poemas medievales mas bellos: el “Dies Irae”, obra de Gregorio el Grande. El octavo párrafo Dice:

Rex tremendæ majestatis,
qui salvandos salvas gratis,
salva me, fons pietatis.

Rey de tremenda majestad
tú que, al salvar, lo haces gratuitamente,
sálvame, fuente de piedad.

Describe la llegada del Χριστός (Cristo) en los últimos tiempos, en su calidad de juez de vivos y muertos. Ambienta –de una manera magnífica– el estupor y el terror del alma que se siente pecadora y culpable al ver a su Juez –al final del mundo– venir con toda su Gloria desde las nubes refulgentes. Enmudecidos por el asombroso cumplimiento de las profecías, los humanos pecadores sólo tienen garganta para exclamar, evocando a la Santísima Trinidad, tres veces: ¡Rey! ¡Rey! ¡Rey!

Conquistar el mundo ¿Para qué?


Estas exquisiteces, a los revolucionarios franceses les traían sin cuidado, y –como ya se ha dicho– al nomás morir Mozart, en afán expansionista, se dedicaron a aniquilar a media Europa con sus perros de la guerra. Y regresamos a donde nos habíamos quedado: Bonaparte dejando tras las líneas enemigas a sus tropas en Egipto para ir a dar un golpe de Estado a Francia en 1799. 13 500 de sus desamparados soldados murieron de peste en el medio Oriente al ser abandonados a su suerte por el aventurero rapaz. Diezmados, se terminaron rindiendo a los ingleses.

Bonaparte desembarca a Francia y –empujado por su inagotable ambición– da un golpe de estado y se proclama Primer Cónsul de la República Revolucionaria Francesa. De lo peor, siempre puede salir algo bueno, no obstante. Bonaparte se dio cuenta de que esa bacanal de sangre que había comenzado en 1789 no tenía mucho sentido y la detuvo. Domó, digamos, a la encabritada revolución. Todas esas energías volcadas a descabezar curas y súbditos franceses las encaminó a su sueño preciado: imitar a Alejandro Magno y a Julio César y conquistar el mundo.

Sueño admirable, tal vez… pero ¿Para qué? Para exportar la democracia, el voto universal, los derechos humanos, la libertad, la igualdad y la fraternidad, dirán los amantes de la revolución…

El pequeño hombre sangriento se hace coronar emperador…. y embarca a sus “súbditos” a la aventura de masacrar el mundo. Todo para alimentar un ego sin fondo. Los franceses, cuyo historial militar reciente no era como para brincar de orgullo, experimentan el olvidado sabor a victoria siguiendo a este corso vividor y oportunista. Lo idolatran, y desarrollan un sentimiento de adoración incondicional hacia su agresiva figura. De ser unos aparentes perdedores, Bonaparte les hace creer –con hechos– que pueden llegar a ser los amos del mundo.

La Batalla de los Tres Emperadores

Pero, con su caricaturesca coronación, ya hay tres emperadores en Europa: Francisco II, Sacro Emperador Romano Germánico en Occidente; y Alejandro I, Zar (César) de todas las Rusias en Oriente. ¡Ah! y Bonaparte, el usurpador, que hacía que le llamaran “Su majestad imperial Napoleón Primero”.

Francisco II se asentaba en el prestigio de una Casa reinante (Los Habsburgo) que se remontaba varios siglos atrás en la historia. Además dirigía una institución milenaria (el Sacro Imperio) fundada en el año 800 después de Cristo sobre la reputación –nada más ni nada menos– que del mismísimo Antiguo Imperio Romano. Alejandro I, miembro de la dinastía Romanov, Casa nobiliaria que detentaba el título de Zar de todas las Rusias, heredero virtual del Basileus del Imperio Romano de Oriente con sede en Constantinopla, desde 1547. Bonaparte por su lado, tenía radicado su prestigio en los burdeles de las cloacas de París y en la boquilla humeante de sus fusiles… y –no lo olvidemos– en su genio estratégico y militar.

Bonaparte envió a su flota a invadir de una vez por todas a Inglaterra y –de nuevo– es aniquilada por la marina británica bajo el mando de Lord Nelson en la batalla de Trafalgar. Lejos de desanimarlo, Trafalgar impulsa a Bonaparte a acabar con esos “anquilosados nobletes de pacotilla” en la batalla de Austerlitz.

Austerlitz (en la actual República Checa) es una ondulante planicie salpicada de suaves colinas, algunos lagos y –en ese entonces al menos– unos pocos pantanos. Unos días antes de la batalla tres ejércitos se habían dado cita en el lugar: el de Francisco II del Sacro Imperio, el de su aliado Alejandro I, Zar de Rusia, y el francés de Bonaparte. La temperatura oscilaba entre los 0º y los 5º centígrados, había bruma e insolentes e intermitentes lluvias más frígidas que la muerte.


Tres emperadores (¡Rex!, ¡Rex!, ¡Rex!) se encontraban para dilucidar en última instancia de quién sería el mundo: si del Antiguo Régimen o de los “ideales” revolucionarios. Iba a resolverse, por medio de las armas, si las ideologías se apoderarían de las mentes o si la “ingeniería social” iba a ser rechazada por inhumana y peligrosa. La batalla estaba por comenzar, aún cuando las tropas bonapartistas revolucionarias ya habían ocupado la capital del Sacro Imperio, Viena.

Requiescant in Pace

Haydn, el músico del que hablamos aquí, estuvo –lógicamente– al tanto de todos estos trágicos acontecimientos. Después de que supo que Lord Nelson había muerto –triunfante– en la recién pasada batalla de Trafalgar, Haydn entró en agonía. El viejo y humilde músico presentía que el final del Imperio había llegado.

En Austerlitz, por el contrario, el optimismo reinaba en todas las tropas presentes. El Sacro Imperio Romano Germánico creía que iba a aplastar con la ayuda de los rusos –por fin– al monstruo revolucionario. Pero lo creían así, pues Bonaparte –muy hábilmente– a sus adversarios les había hecho creerlo de esa manera… había hecho una labor de contrainteligencia muy cuidadosa, además de que había estudiado el terreno y sus tácticas a utilizar con un perfeccionismo digno de Mozart.

De hecho –al morir Joseph Haydn– su Misa de funeral en la Iglesia de Monjes Benedictinos Schottenkirche, en la Viena ocupada por las hordas bonapartistas, fue la Misa de Réquiem en D Menor KV. 626 de su antiguo –y ya fallecido– alumno Wolfgang Amadeus Mozart (¡Rex!, ¡Rex!, ¡Rex!).

En la inminente batalla de los tres césares (Austerlitz), Bonaparte había impuesto el terreno a sus enemigos y les hizo bailar al son de su tonada. Austerlitz iba a ser la Misa de cuerpo presente del milenario Sacro Imperio Romano Germánico. El ataque ruso del genial Duque Mijaíl Ilariónovich Goleníshchev-Kutúzov (Kutuzof para sus amigos) dio inicio a la «Misa».

Frente al cuerpo insepulto de Joseph Haydn, la orquesta y los coros de la Schottenkirche empezaron a sonar a Mozart,

Los cañones de Bonaparte empezaron a bramar. La lluvia no menguaba…

[Vean y escuchen la magistral pieza, y luego sigan leyendo, pues el relato continúa después del vídeo]

Cual partitura fielmente interpretada, la batalla de Austerlitz se desarrolló tal cual Bonaparte la había planeado. Logró que las tropas Imperiales Rusas y Austríacas hicieran justo lo que él quiso. Luego de nueve horas de feroz combate, Bonaparte dió el tiro de gracia y –mediante maniobras que todavía en la actualidad se estudian en las más prestigiosas escuelas de guerra– comenzó a liquidar al Ancien Régime.

Los cuatrocientos mercenarios musulmanes que acompañaban por doquier a Bonaparte (los había traído de Egipto), desenfundaron sus cimitarras, y cubiertos por la artillería revolucionaria, gritaron: “¡¡Hagamos llorar a las damiselas de San Petersburgo!!” y se lanzaron al ataque.

Unas horas y 16 000 muertos más tarde, las tropas imperiales –rusas y austríacas– se baten en retirada sobre los estanques congelados. Sin miramiento alguno, Bonaparte ordena que se bombardee la capa de hielo. Éste –al quebrarse– deja a las aguas heladas tragarse a miles de soldados: era la «guerra total».

Continuaban las explosiones y la batalla todavía en curso, cuando Bonaparte cerró y guardó su catalejo y dijo: “La batalla ha sido ganada” y se fue a dormir.

El aventurero rapaz había triunfado de un modo indiscutible. La revolución había ganado. El Ancien Régime había muerto. El Sacro Imperio Romano Germánico cayó en su última batalla.

Mil años de historia habían llegado a su fin bajo la bota de la ideología. La ideología, a fuerza de cañonazos, se había ganado su madurez. Nubarrones siniestros empezaron a cubrir los cielos del globo terráqueo y no empezarían a medio despejarse sino 185 años después.

FIN

 

La caída del Sacro Imperio Romano Germánico – (I) – La angustia

22 enero, 2024

El padre de grandes compositores

Haydn nació en el corazón del Sacro Imperio Romano Germánico en un villorrio (hoy austríaco) llamado Rohrau, veintiocho años antes de la muerte de Bach. Luego de una infancia de pobreza profunda, pero con un aprendizaje musical más que normal, fue expulsado del coro en el que trabajaba pues su voz –a los diecisiete años– ya no daba para mucho.

Joseph Haydn era de baja estatura y bastante feo, pero amable, humilde y muy laborioso. Así, aprendió él solo la técnica del contrapunto, con las obras del hijo de Bach, de tal manera que adquirió la destreza musical suficiente para convertirse, justo cuando Bach murió (en 1750), en un compositor de renombre y a sueldo de prestigiosas y cultas familias de la nobleza del Sacro Imperio Romano Germánico.

No sólo eso, sino que fue un auténtico artista subjetivo pues su arte tuvo su fuente en su personalidad; su trabajo fue muy original con respecto a la época en la que vivió. Debido a su lejanía de Viena, la capital del Sacrum Romanum Imperium (cuando vivió en Eszterháza) se planteó a sí mismo en oposición a su época y originó nuevas formas de expresión musicales.

Por el contrario (parafraseando a Schweitzer), Bach perteneció al “orden de los artistas objetivos”. Bach perteneció completamente a su propio tiempo, y trabajó sólo con las formas y las ideas que su época le proveyó. No ejerció crítica alguna a los medios que la expresión artística puso en sus manos y no sintió compulsión interna a abrir nuevos senderos… No fue él el que vivió, sino que fue el espíritu de su tiempo el que vivió en él… Curiosamente, esa actitud lo hizo lo que fue: el mejor.

En contraposición a lo anterior, Haydn, a pesar de ser su «hijo», fue el asesino definitivo del contrapunto, creando un estilo que hoy se llama clásico con propiedad y al que pertenecieron (pues fueron sus alumnos) Mozart y Beethoven.

Fue, digámoslo así, el padre de la música clásica (en contraposición a la barroca y a Bach) y el inventor de lo que hoy conocemos como “sinfonía”. Sin Haydn, seguramente nos hubiésemos perdido de Mozart y Beethoven (quienes, por cierto, superaron a su excelente maestro).

Ya llegada su vejez –después de haber sido el autor más prolífico de la historia (más de 100 sinfonías)– Haydn enfermó mucho, pero en esa época compuso –de hecho– sus mejores obras

Turbulencias sanguinarias

Esos tiempos de la vejez de Haydn fueron testigos de grandes monstruosidades de cuya envergadura –en estos tiempos y lugares de «suavesitidad»– difícilmente podemos hacernos idea precisa.

Justo al lado del Sacro Imperio Romano Germánico, en Francia, hubo ciertos sujetos –Epulones, la mayoría– que de pronto se hicieron la pregunta: “¿Y por qué otros MANDAN y no yo?”.

La vida antes de Haydn (L’ Ancien Régime) era ciertamente ordenada: uno era lo que había sido su papá. Si el papá de uno era comerciante, uno era educado –y ejercía toda su vida– como comerciante. Si el papá era noble (los que gobernaban), uno era educado –y ejercía toda su vida– como noble. Si el papá era agricultor, uno era educado –y ejercía toda su vida– como agricultor. Simple… y efectivo…

…al menos durante casi mil años.

De pronto los comerciantes franceses, beneficiarios del botín de la Gloire Française llegaron a tener más dinero que los nobles mismos y se preguntaron: “¿Por qué no puedo mandar yo igual que esos arrogantes y pobretones nobles?”. Y (curioso: igual que Haydn) iniciaron una revolución. Pero no una revolución musical, sino una cruel y sangrienta como pocas ha habido en la historia. Se armaron de un artefacto llamado guillotina y empezaron a cortar cabezas como endemoniados.

En nombre de la “libertad, igualdad y la fraternidad” llevaron a cabo el primer genocidio de la historia moderna en la Vendée, masacraron a cañonazos a civiles en las calles y guillotinaron a quien se les ponía enfrente, luchando contra la monarquía y la Iglesia Católica… y contra cualquier “sospechoso”. Veinte mil asesinatos políticos en solo un año en su momento más negro.

A esa “gracia” hoy se le llama “Revolución Francesa” y se le “celebra” todos los 14 de julio.

La Grande Terreur y sus jóvenes guerreros

Era un problema francés que no debía inquietar a nadie –podría argüirse–. Uno de los problemas fue que asesinaron a su Reina María Antonieta (a la sazón prima del Sacro Emperador Romano Germánico), la Convención francesa declaró su intención de exportar a toda Europa sus tropelías sangrientas y –por si eso fuera poco– declararon la guerra al Imperio el 20 de abril de 1792.

En esas condiciones, la guerra era –obviamente– inevitable, y Europa entera olvidó sus diferencias para defenderse de esa hidra asesina revolucionaria francesa.

Sin entrar en detalles, hemos de decir que los revolucionarios franceses –en poco tiempo– hicieron morder el polvo a los ejércitos de la nobleza europea. Los grados militares en la Europa del Ancien Régime eran dados por herencia (o en algunos casos eran comprados como objeto de estatus social), por lo que no era raro que un capitán prusiano fuera un condecito perfumado más acostumbrado a los bailes de salón que a la rudas labores bélicas. Por el contrario, la banda de asesinos de la Convención revolucionaria había disuelto el antiguo ejército francés y procedió a desarrollar hasta sus extremos actuales el “servicio militar obligatorio”, horror que no había existido en Occidente en más de mil años, luego de abolida que fue la esclavitud entre cristianos. En nombre de la igualdad y la fraternidad y otros disneylandias ideológicos, y con la guillotina como motivación, forzaron a muchedumbres a convertirse en mercenarios gratuitos a las órdenes del cruento y bestial régimen.

Esto tuvo como resultado que sus cuadros medios y superiores militares fueran destacando por sus habilidades guerreras y no por su ascendiente aristocrático, por lo que pronto la plana mayor de la feroz revolución estaba integrada por capaces y jóvenes guerreros más intrépidos que la osadía misma.

Ejemplos sobran, he aquí un par: el general Hoche, hijo de un criado que cuidaba caballos, puso a parir enanos a las tropas británicas y venció una y otra vez a los austríacos al mismo tiempo que masacraba, sin tocarse el hígado, a sus compatriotas. El general Pichegru, hijo de campesinos, genocida y “héroe de la revolución” llevó a sus ejércitos victoriosos hasta la ciudad de Mannheim en el corazón de Alemania.

Los anquilosados ejércitos del Antiguo Régimen no podían enfrentar a esa maquinaria de “guerra total” que ignoraba los más elementales códigos de caballerosidad bélica.

El turbador aventurero

Entre estos jóvenes temerarios guerreros revolucionarios destacaba uno: el general Bonaparte, intrigante, criminal y codicioso sujeto que asombró al mundo con sus osadas tácticas militares (chiquitín, igual que Haydn, pero nada humilde). En cuestión de meses, Bonaparte -a sus 27 años– derrotó sucesivamente a cinco ejércitos imperiales expulsándolos del norte de Italia.

Y destacaba Bonaparte por sobre sus otros genocidas colegas pues en su cabecita ambiciosa germinaban pensamientos dignos de Pinky y Cerebro. Aunque nos cause risa, quería “conquistar el mundo”. A sus contemporáneos también les daba tentación de carcajearse de semejantes delirios, pero al ser derrotados una y otra vez en el campo de batalla por Bonaparte, se les quitaba las ganas de reir. El aventurero hablaba en serio…

En 1798, luego de haber humillado al poderío militar Imperial, Bonaparte se embarca –para demostrar que su osadía, pensamiento estratégico y ambición no conocían límites– hacia Egipto. Pretendía estrangular a los Británicos cortando sus comunicaciones con la India. En cuestión de meses conquistó Egipto, Tierra Santa y Siria.

El único enemigo de la Revolución sanguinaria que estaba en pie (Inglaterra) estaba al borde del precipicio. Europa entera –literalmente– temblaba y rezaba.

Tiempos de consternación

Joseph Haydn (nuestro compositor de hoy), ayudó a sus compatriotas a rezar. Mientras Bonaparte, en el Medio Oriente, aniquilaba a los ingleses, Haydn compuso una misa a la que llamó –a tono con el ambiente reinante– “Misa para tiempos de consternación” o “Missa in angustiis”.

La composición completa está inficionada de aflicción y pesadumbre rayanas con el terror. Los coros –al clamar: ¡Kyrie Eleison! ¡Señor ten piedad de nosotros!– deja en nuestros oídos y en nuestro espíritu el claro sabor de la congoja supina.

La Missa in Angustiis fue estrenada el 1º de agosto de 1798 en la Catedral de San Esteban en Viena. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Francisco II, la flor y nata de la nobleza austríaca y una muchedumbre vienesa abarrotaban el templo. No habían llegado a escuchar una obra de arte, estaban allí para rezar bajo la batuta del viejo Haydn.

La segunda Batalla del Nilo


Inglaterra no se quedó –por supuesto– de brazos cruzados mientras Bonaparte ahorcaba sus comunicaciones comerciales con la India y conquistaba al Imperio Otomano en el Oriente. Encargó a su mejor almirante naval, Lord Horatio Nelson, la tarea de acabar con la flota marítima de ese peligroso aventurero.

Lord Nelson, a bordo del HMS Vanguard con 74 cañones y 13 navíos de guerra más, se dirigió a la desembocadura del Nilo en donde estaba estacionada la flota de guerra de Bonaparte. Ésta estaba comandada por el almirante revolucionario François Paul de Brueys d’Aigalliers quien, desde su barco L’Orient y sus ciento veinte cañones, esperaba a los británicos.

El 1º de agosto de 1798 las dos flotas se tuvieron a la vista. Simultáneamente los vieneses, dirigidos por Joseph Haydn y los legados papales que celebraban la Misa en el corazón del milenario Sacro Imperio Romano Germánico, pedían clemencia al cielo y una victoria para Lord Horatio Nelson.

Ya hablamos sobre la primera Batalla del Nilo en donde Ramsés III venció a los bárbaros Pueblos del Mar en angustioso combate. Ahora, tres mil años después, se disparaba el primer cañonazo en la Segunda Batalla del Nilo: Lord Nelson y la civilización en contra de los revolucionarios marinos del aventurero Bonaparte. La batalla comenzó

[Escuchen, de principio a fin, por favor, esta magnífica e impresionante pieza y después sigan leyendo, el relato continúa después del vídeo] .

 



Después de una tormenta de fuego que duró toda la tarde y después de dos mil muertos, al final de la noche, a las nueve y media para ser precisos, L’Orient –el buque insignia revolucionario– comenzó a arder. Herido gravemente, el almirante francés –cuando se le pidió evacuar el navío para recibir atención médica– dijo: “Un almirante francés debe morir en su puesto de guerra”.

L’Orient explotó con su almirante a bordo. El triunfo sonreía, por primera vez, a los adversarios de la revolución. Europa, Gran Bretaña… Lord Nelson ganó y –enterado que fue de la noticia– el Viejo Continente explotó en algarabías.

Los estertores del mundo antiguo

Fue una alegría precoz y excesivamente optimista. Bonaparte seguía vivo en tierra y quedaba por vivirse lo peor. Mil brutales batallas estaban por venir.

Dos años más tarde, Lord Nelson visitó Viena, unos años antes de la batalla final, y asistió a la ejecución de la Missa in Angustiis que se había cantado pidiendo por su victoria. Ya para ese entonces la obra era conocida como la Misa de Lord Nelson.

No puede decirse que luego de la Batalla del Nilo, el Sacro Imperio Romano Germánico haya respirado en paz, pero el triunfo británico le dio ocho años más de vida («Delay is life»). Bonaparte, el aventurero rapaz, todavía pretendía ser el “espíritu del mundo” y se enfrentaría, al final, con el Heiliges Römisches Reich en el frío Austerlitz.

Continuará…

 

 

…que la sangre que vais a derramar no caiga jamás sobre Francia

21 enero, 2024

Contenidos

  1. Balance de la revolución
  2. La descristianización de la primogénita de la Iglesia
  3. La destrucción de la monarquía católica
  4. El rey de los regicidas
  5. Recordar que después de la muerte no hay sueño, sino Vida

La calle, la literatura de folletín, la propaganda y la industria cinematográfico-televisiva nos han enseñado que la revolución francesa es un grandioso acontecimiento en el que los derechos humanos fueron descubiertos y en el que la humanidad nació a la luz después de siglos de tinieblas y tiranías.

Balance de la revolución

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Ya que los panegíricos y la propaganda no nos hablan de ellos, vamos a los hechos reales: un poco de números nos ayudarán a poner a la revolución francesa en perspectiva.

Cantidad de personas guillotinadas sólo en París (de 16 a 93 años): 2,794. En las provincias: 42,000 de las cuales sólo 17,000 fueron sometidas aunque sea a la parodia de un proceso.

Ejecuciones fuera de la guillotina:

Armas blancas o contundentes. Paris: 1,395 asesinados de los cuales 420 no pudieron ser nunca identificados pues sus cadáveres fueron mutilados o quemados. También en Bois de Beaure (Vendée) fueron asesinadas por las autoridades revolucionarias unas 300 mujeres con bayoneta (para ahorrar municiones, se justificó).

«Cañonadas» (Se colocaba a las víctimas en grupos y los cañones cargados de metralla disparaban contra ellos. Era para no perder tiempo en las ejecuciones individuales): 1,876. Fusilamientos: 7,200 (aproximadamente). Noyades («ahogamientos»: se ataba a las víctimas y se les ahogaba en un río): 4,800. Masacres en las Colonias: 50,000

Si mi calculadora y mis dedos no me fallan, tenemos un total de ejecutados de 110,000 personas (más o menos) de 1789 a 1795. O sea: para cumplir sus fines, la revolución francesa ejecutó de manera más o menos salvaje y horrenda a 50 súbditos franceses diarios durante seis años.

Eso sin contar con el saldo de muerte que dejaron las diferentes guerras civiles a las que la revolución francesa sumió a Francia en ese período y cuya estimación de víctimas va desde los 600,000 a los 800,000 muertos. No hablaré de las guerras de conquista que las fieras revolucionarias lanzaron en contra de Europa. Ni mencionaré tampoco que la revolución francesa llevó a cabo el primer genocidio de la historia en la Vendée, ni que fue bajo su patronazgo sangriento en el que llegaron a su edad madura las ideologías que azotaron al mundo los siguientes dos siglos… sería muy largo y me lo reservaré para posteriores discursos.

¿Pudo salir algo bueno de esa orgía dantesca de sangre? No.

La descristianización de la primogénita de la Iglesia

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El objetivo de la revolución francesa, regentada por una pandilla oligárquica de unos cuantos centenares de opulentos y psicópatas personajes, era muy simple: el aniquilamiento de la Iglesia Católica en Francia y la destrucción de la dinastía sagrada de los reyes capetos. Ambos objetivos –considerando las dificultades– fueron cumplidos. De las muchedumbre ejecutadas, 350 eran religiosas (monjas) y 1,135 eran sacerdotes (entre los cuales un arzobispo y varios obispos).

El programa revolucionario de descristianización de Francia incluyó: la confiscación de todos los bienes de la Iglesia Católica, la destrucción de iglesias (todas ellas joyas de la arquitectura románica, cluniacence, góticas o renacentistas), destrucción estatuas e iconos religiosos, cruces, campanas y otros signos exteriores de religiosidad; y la institucionalización forzada de una religión anti-católica, el «Culto a la diosa Razón» o al «Ser Supremo». Celebrar el domingo era penado con la muerte. Los sacerdotes eran perseguidos, deportados o simplemente asesinados.

A una persecución tan feroz se le añadió la consiguiente apostasía de las masas que hizo que Francia dejara, hasta la actualidad, de ser una sociedad cristiana.

Los revolucionarios mandaron a colocar carteles a todos los cementerios (expropiados a la Iglesia también) que decían: «La mort est un éternel sommeil (La muerte es un sueño eterno)» Que era una manera de decir:

«¡Estúpido!: ¡la otra vida, la resurrección de los muertos y la segunda venida de Cristo son fantasías! ¡La guillotina es la única realidad!»

La destrucción de la monarquía católica

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Acabar con la dinastía capeta ungida con el aceite de la Santa Ampolla, acabar con los sucesores de Clodoveo Iº, fue más sencillo. El Rey Luis XVI era un tipo débil, bonachón y decente que no opuso a la revolución ninguna violencia. Se le apresó, se le condenó a muerte y se le guillotinó junto a varios miembros de la familia real. A su hijo se le hizo morir de hambre y maltratos.

La Convención nacional vota la condena a muerte del rey Luis XVI. Los votantes (con llamada nominal, por lo tanto de forma manifiesta) son 721. De ellos, 361 dicen ‘sí’ a la guillotina, 360 dicen ‘no’. La diferencia es de un solo voto, pero para el rey y la monarquía es el fin.

Ilustran bien el clima en que se desarrollaron la discusión y el voto, declaraciones como las del diputado jacobino Legendre, quien dijo estar convencido de la necesidad de ‘degollar al puerco` y enviar luego un trozo a cada departamento, como advertencia a los reaccionarios y exhortación para los revolucionarios. Danton recuerda en la Convención: ‘No queremos juzgar al rey, queremos matarlo’. Y Robespierre: ‘Ustedes no son jueces, no hay que hacer ningún proceso. Decapitar al rey es una medida indispensable para la salud pública’. El abbé Grégoire, el obispo líder de la Iglesia cortesana, quien ha jurado fidelidad al nuevo régimen, truena: ‘Los reyes son, en el orden espiritual, lo que la gangrena es en el orden material.’

Condenado a muerte que fue Luis XVI, lo condujeron a la guillotina, un día como hoy 21 de enero de 1793 (hace exactamente 228 años), en donde se dieron estos diálogos históricos:


(Vía)

…El resto de la jornada es relatado por el confesor de Luis XVI, el Abad Henry Edgeworth de Firmont, que acompañó al rey derrocado de su prisión al patíbulo.

«…Sus verdugos lo rodearon de nuevo y quisieron atarle las manos:

¿Qué pretendéis? les dijo el Rey retirando sus manos con vivacidad.

Ataros, respondió uno de los verdugos.

¿Atarme? Preguntó el Rey con indignación evidente: No, no lo permitiré jamás, haced lo que os ha sido ordenado, mas no me ataréis; renunciad a esa intención

Sire, le dije con lágrimas en los ojos, no veo en este nuevo ultraje sino una última semejanza entre Vuestra Majestad y el Dios que va a ser su recompensa»

Subiendo al patíbulo, el Rey pronunció la célebres palabras siguientes: «Muero inocente de los crímenes que se me imputan. Perdono a los autores de mi muerte, y le rezo a Dios porque la sangre que vais a derramar no caiga jamás sobre Francia»

El rey de los regicidas

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Sólo un par de años después del asesinato de Luis XVI, la bacanal sangrienta de los revolucionarios se volvió en contra de ellos y se fueron matando unos a otros, hasta que aterrorizados  por la fuerzas demoníacas que habían ellos mismos desatado, le pusieron un paro matando hasta el último de sus destacados líderes.

Agotados, los regicidas se vieron entre ellos bañados en sangre y, tomando conciencia de cómo les iba a recordar la Historia, decidieron cerrar filas y entregarle en 1799 el poder a un hombre fuerte que les cubriera, para la posteridad, sus espaldas. Decidieron darse a ellos mismos un rey.

Ese hombre fue el Ogro de Ajaccio, el corso terrorista… Bonaparte, el usurpador. Mejor conocido en la Europa de su tiempo como «el hijo del diablo»

Este hombre, cambió la guillotina por los cañones, restauró la esclavitud, estructuró el primer estado policíaco de la historia y comenzó una nueva masacre de proporciones legendarias… Pero eso es harina de otro costal, material para otros discursos.

Recordar que después de la muerte no hay sueño, sino Vida

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Veintidós años después de la muerte de Luis XVI, encontrados que fueron los restos mortales del sucesor de Clodoveo Iº, dos años después de la caída del corso terrorista, se ordenó la composición de una Misa de Requiem para pedir por el alma del Rey Guillotinado. Aplacadas momentáneamente las furias revolucionarias, se encargó una Misa de Réquiem en la que se recordó que la Vida Eterna sí existe.

El compositor italiano Luigi Cherubini nos salió, nada más ni nada menos, que con esto (El Dies Irae que, hoy por hoy, más me impresiona, por sobre el de Mozart y con gran diferencia):

FIN