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La caída del Sacro Imperio Romano Germánico – (II) – Rex, Rex, Rex

23 enero, 2024

 

“…Finalmente: he aquí algo de lo que sí se puede aprender…”

Wolfgang Amadeus Mozart, luego de escuchar una pieza de Bach.

The world is not enough

Hablábamos aquí de cómo los perros de la guerra engendrados por la revolución francesa sembraban el terror en Europa envueltos en un halo de indestructibilidad… Hasta que Lord Nelson derrotó a su flota en la Batalla del Nilo.

El más notorio de ellos –ya lo decíamos– era Bonaparte, quien deliraba con sangrientos ensueños de vanidad más grandes que el globo terráqueo.

Derrotada que fue la flota de Bonaparte en Egipto, regresó a Francia a escondidas de los ingleses pues creía que su servicio militar como segundón ya había terminado. Era el momento de tomar las riendas de esa enloquecida revolución.

La hecatombe ecuménica

Hablemos brevemente de esa “revolución”. Fue en definitiva una rebelión de ricachones sin escrúpulos –que rápidamente integraron un genuino y merecido cartel de bribones homicidas– en contra de la monarquía, en contra de la Iglesia y de la civilización tal y como se manifestaba en esa época. Considerando su contexto y sus implicaciones, la Revolución Francesa –no veo como no decirlo así– fue una auténtica tercera caída de Roma.

El modo en el que los comunes mortales pensamos ahora en relación a la mayoría de los temas que se nos puedan ocurrir, está indeleblemente marcado por los mitos en los que esa inhumana debacle se fundó.

Sus símbolos, sus banderas, su leitmotiv… todo lo relacionado con esta catástrofe de dimensiones universales, hoy nos parecen normales, inofensivas… y hasta “buenas”. En su tiempo fueron razones para matar inocentes a granel. Si con la sangre derramada querían que sus proezas quedaran grabadas para siempre, lo lograron con creces.

Curiosamente el “legado” de la revolución francesa actualmente “vigente” –en realidad– no es tal. Conceptos y realidades como democracia, voto universal, parlamentarismo, economía de mercado, derechos civiles, justicia social… ciertamente fueron más bien fruto maduro de la tradición política greco-latina y cristiana-medieval. Pero –¡Oh injusticias de la historiografía de folletín a la que estamos acostumbrados!– esos logros de la civilización se le atribuyen a esa carnicería francesa del siglo XIX.

Los pininos de la ingeniería social

La herencia más perdurable de esta orgía de sangre fueron las ideologías. Las “ideologías” fueron “concebidas” en el siglo XIV en el Oltraggio de Agnani en medio de las llamas que asesinaron al último gran maestre de la Orden de Los Templarios, la espada de la Cristiandad, el inolvidable guerrero Jacques de Molay. Luego de concebidas, las ideologías “nacieron” terminada la Guerra de los Treinta años en 1645; y aprendieron a “hablar” en 1789 con los primeros gritos revolucionarios franceses. Las ideologías llegarán a su madurez al final de este discurso.

La ideología es la psicosis de quien quiere jugar a ingeniero social, pues parte del principio de que el ser humano es un ente desarraigado, presa de una fluida e interminable evolución, y por lo tanto carente de libertad y sin una naturaleza específica que haya que respetar. Es, en definitiva, el pensamiento del ebrio peligroso que dice: “¡Hey! ¿Y por qué en lugar de hacer las cosas así, no las hacemos asá? ¿Qué perdemos con probar?” Y –”comenzando desde cero”– empiezan los muertos innecesarios y el sufrimiento general… Pero, ya lo dijimos, es una manera de pensar que –hoy por hoy– no sólo no se condena, sino se alienta y aplaude.

¡Oh noble labor en la que estaban enfrascados esos epulones jugando a ser reyes!: «¡Cambiar la sociedad”!

Siete años antes de la Batalla del Nilo, esos siniestros sujetos, finiquitadas las primeras masacres, el 1º de diciembre 1791, estaban reunidos en pomposa “assemblée nationale législative” precisamente para cambiar la “sociedad” francesa. Varios puntos estaban en su agenda: matar a los emigrados; declararle la guerra al Sacro Imperio Romano Germánico (defensor desde el año 800 después de Cristo de todos los valores que combatía la revolución y heredero de Carlomagno, Otón I, y Carlos V); matar a los sacerdotes que siguieran obedeciendo más al papa que a la revolución… y otros temas similares de gran contenido humanitario.

Epulones –como ya indiqué– no sabían que en el Sacro Imperio Romano Germánico estaba falleciendo –ese día precisamente– un hombre amado de Dios.

La voz de Dios

El primero de diciembre de 1791, Joannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus entregaba su alma a Dios. Theophilus en latín significa “amado de Dios” o –como se le conoció en realidad– Amadeus. Su apellido era Mozart.

Wolfgang Amadeus Mozart era un músico hijo de su época. Era, parafraseando a Schweitzer, un “músico objetivo”. Mozart perteneció completamente a su propio tiempo, y trabajó sólo con las formas y las ideas que su época le proveyó. No ejerció crítica alguna a los medios que la expresión artística puso en sus manos y no sintió compulsión interna a abrir nuevos senderos… No fue él el que vivió, sino que fue el espíritu de su tiempo el que vivió en él… Eso lo convirtió en grande.

Pero es que además, su brillantez intelectual y su perfeccionismo obsesivo, eran inauditos… Fuera de este mundo. A la inconcebible edad de seis años ya tenía hechas sus primeras cuatro obras musicales…

Como ya dijimos aquí, fue discipulo del viejo Haydn, y lo superó con creces. El humilde viejo dijo de su alumno, al padre de éste: “Os lo digo frente a Dios, con honestidad de Hombre: vuestro hijo es el más grande compositor que conozco, en persona o de nombre, tiene buen gusto y la más grande ciencia de la composición”.

De hecho, Mozart fue grande. Pero prefiero a Bach por tres razones: a) Bach es mejor; b) Mozart era un genio extraordinario, Bach era un sencillo padre de familia con veinte hijos; y c) Mozart fue reconocido en vida y es actualmente muy popular, Bach no.

La Misa de difuntos más maravillosa de la Historia

Falleció Mozart, decíamos, el 1º de diciembre de 1791, cuando los revolucionarios franceses discutían cómo “bouleverser” a la civilización representada por el Sacro Imperio Romano Germánico desde hacía mil años. Falleció Mozart mientras componía una de sus obras maestras: la Misa de Réquiem en D Menor KV. 626. Su maestro Haydn le sobreviviría, pues Mozart murió joven: a sus 36 años. Compuesta esta maravillosa Misa para un oscuro y excéntrico noble que había pagado por ella, fue estrenada para uno de los memoriales de difunto del mismo Mozart.

Cada una de las partes –cada párrafo– de la Misa de Réquiem en D Menor merece –no un artículo– sino un blog completo. Hoy me centraré escuetamente sólo en uno de sus fragmentos: el “Rex tremendae majestatis” de la “saequentia”. Ésta está conformada por uno de los poemas medievales mas bellos: el “Dies Irae”, obra de Gregorio el Grande. El octavo párrafo Dice:

Rex tremendæ majestatis,
qui salvandos salvas gratis,
salva me, fons pietatis.

Rey de tremenda majestad
tú que, al salvar, lo haces gratuitamente,
sálvame, fuente de piedad.

Describe la llegada del Χριστός (Cristo) en los últimos tiempos, en su calidad de juez de vivos y muertos. Ambienta –de una manera magnífica– el estupor y el terror del alma que se siente pecadora y culpable al ver a su Juez –al final del mundo– venir con toda su Gloria desde las nubes refulgentes. Enmudecidos por el asombroso cumplimiento de las profecías, los humanos pecadores sólo tienen garganta para exclamar, evocando a la Santísima Trinidad, tres veces: ¡Rey! ¡Rey! ¡Rey!

Conquistar el mundo ¿Para qué?


Estas exquisiteces, a los revolucionarios franceses les traían sin cuidado, y –como ya se ha dicho– al nomás morir Mozart, en afán expansionista, se dedicaron a aniquilar a media Europa con sus perros de la guerra. Y regresamos a donde nos habíamos quedado: Bonaparte dejando tras las líneas enemigas a sus tropas en Egipto para ir a dar un golpe de Estado a Francia en 1799. 13 500 de sus desamparados soldados murieron de peste en el medio Oriente al ser abandonados a su suerte por el aventurero rapaz. Diezmados, se terminaron rindiendo a los ingleses.

Bonaparte desembarca a Francia y –empujado por su inagotable ambición– da un golpe de estado y se proclama Primer Cónsul de la República Revolucionaria Francesa. De lo peor, siempre puede salir algo bueno, no obstante. Bonaparte se dio cuenta de que esa bacanal de sangre que había comenzado en 1789 no tenía mucho sentido y la detuvo. Domó, digamos, a la encabritada revolución. Todas esas energías volcadas a descabezar curas y súbditos franceses las encaminó a su sueño preciado: imitar a Alejandro Magno y a Julio César y conquistar el mundo.

Sueño admirable, tal vez… pero ¿Para qué? Para exportar la democracia, el voto universal, los derechos humanos, la libertad, la igualdad y la fraternidad, dirán los amantes de la revolución…

El pequeño hombre sangriento se hace coronar emperador…. y embarca a sus “súbditos” a la aventura de masacrar el mundo. Todo para alimentar un ego sin fondo. Los franceses, cuyo historial militar reciente no era como para brincar de orgullo, experimentan el olvidado sabor a victoria siguiendo a este corso vividor y oportunista. Lo idolatran, y desarrollan un sentimiento de adoración incondicional hacia su agresiva figura. De ser unos aparentes perdedores, Bonaparte les hace creer –con hechos– que pueden llegar a ser los amos del mundo.

La Batalla de los Tres Emperadores

Pero, con su caricaturesca coronación, ya hay tres emperadores en Europa: Francisco II, Sacro Emperador Romano Germánico en Occidente; y Alejandro I, Zar (César) de todas las Rusias en Oriente. ¡Ah! y Bonaparte, el usurpador, que hacía que le llamaran “Su majestad imperial Napoleón Primero”.

Francisco II se asentaba en el prestigio de una Casa reinante (Los Habsburgo) que se remontaba varios siglos atrás en la historia. Además dirigía una institución milenaria (el Sacro Imperio) fundada en el año 800 después de Cristo sobre la reputación –nada más ni nada menos– que del mismísimo Antiguo Imperio Romano. Alejandro I, miembro de la dinastía Romanov, Casa nobiliaria que detentaba el título de Zar de todas las Rusias, heredero virtual del Basileus del Imperio Romano de Oriente con sede en Constantinopla, desde 1547. Bonaparte por su lado, tenía radicado su prestigio en los burdeles de las cloacas de París y en la boquilla humeante de sus fusiles… y –no lo olvidemos– en su genio estratégico y militar.

Bonaparte envió a su flota a invadir de una vez por todas a Inglaterra y –de nuevo– es aniquilada por la marina británica bajo el mando de Lord Nelson en la batalla de Trafalgar. Lejos de desanimarlo, Trafalgar impulsa a Bonaparte a acabar con esos “anquilosados nobletes de pacotilla” en la batalla de Austerlitz.

Austerlitz (en la actual República Checa) es una ondulante planicie salpicada de suaves colinas, algunos lagos y –en ese entonces al menos– unos pocos pantanos. Unos días antes de la batalla tres ejércitos se habían dado cita en el lugar: el de Francisco II del Sacro Imperio, el de su aliado Alejandro I, Zar de Rusia, y el francés de Bonaparte. La temperatura oscilaba entre los 0º y los 5º centígrados, había bruma e insolentes e intermitentes lluvias más frígidas que la muerte.


Tres emperadores (¡Rex!, ¡Rex!, ¡Rex!) se encontraban para dilucidar en última instancia de quién sería el mundo: si del Antiguo Régimen o de los “ideales” revolucionarios. Iba a resolverse, por medio de las armas, si las ideologías se apoderarían de las mentes o si la “ingeniería social” iba a ser rechazada por inhumana y peligrosa. La batalla estaba por comenzar, aún cuando las tropas bonapartistas revolucionarias ya habían ocupado la capital del Sacro Imperio, Viena.

Requiescant in Pace

Haydn, el músico del que hablamos aquí, estuvo –lógicamente– al tanto de todos estos trágicos acontecimientos. Después de que supo que Lord Nelson había muerto –triunfante– en la recién pasada batalla de Trafalgar, Haydn entró en agonía. El viejo y humilde músico presentía que el final del Imperio había llegado.

En Austerlitz, por el contrario, el optimismo reinaba en todas las tropas presentes. El Sacro Imperio Romano Germánico creía que iba a aplastar con la ayuda de los rusos –por fin– al monstruo revolucionario. Pero lo creían así, pues Bonaparte –muy hábilmente– a sus adversarios les había hecho creerlo de esa manera… había hecho una labor de contrainteligencia muy cuidadosa, además de que había estudiado el terreno y sus tácticas a utilizar con un perfeccionismo digno de Mozart.

De hecho –al morir Joseph Haydn– su Misa de funeral en la Iglesia de Monjes Benedictinos Schottenkirche, en la Viena ocupada por las hordas bonapartistas, fue la Misa de Réquiem en D Menor KV. 626 de su antiguo –y ya fallecido– alumno Wolfgang Amadeus Mozart (¡Rex!, ¡Rex!, ¡Rex!).

En la inminente batalla de los tres césares (Austerlitz), Bonaparte había impuesto el terreno a sus enemigos y les hizo bailar al son de su tonada. Austerlitz iba a ser la Misa de cuerpo presente del milenario Sacro Imperio Romano Germánico. El ataque ruso del genial Duque Mijaíl Ilariónovich Goleníshchev-Kutúzov (Kutuzof para sus amigos) dio inicio a la «Misa».

Frente al cuerpo insepulto de Joseph Haydn, la orquesta y los coros de la Schottenkirche empezaron a sonar a Mozart,

Los cañones de Bonaparte empezaron a bramar. La lluvia no menguaba…

[Vean y escuchen la magistral pieza, y luego sigan leyendo, pues el relato continúa después del vídeo]

Cual partitura fielmente interpretada, la batalla de Austerlitz se desarrolló tal cual Bonaparte la había planeado. Logró que las tropas Imperiales Rusas y Austríacas hicieran justo lo que él quiso. Luego de nueve horas de feroz combate, Bonaparte dió el tiro de gracia y –mediante maniobras que todavía en la actualidad se estudian en las más prestigiosas escuelas de guerra– comenzó a liquidar al Ancien Régime.

Los cuatrocientos mercenarios musulmanes que acompañaban por doquier a Bonaparte (los había traído de Egipto), desenfundaron sus cimitarras, y cubiertos por la artillería revolucionaria, gritaron: “¡¡Hagamos llorar a las damiselas de San Petersburgo!!” y se lanzaron al ataque.

Unas horas y 16 000 muertos más tarde, las tropas imperiales –rusas y austríacas– se baten en retirada sobre los estanques congelados. Sin miramiento alguno, Bonaparte ordena que se bombardee la capa de hielo. Éste –al quebrarse– deja a las aguas heladas tragarse a miles de soldados: era la «guerra total».

Continuaban las explosiones y la batalla todavía en curso, cuando Bonaparte cerró y guardó su catalejo y dijo: “La batalla ha sido ganada” y se fue a dormir.

El aventurero rapaz había triunfado de un modo indiscutible. La revolución había ganado. El Ancien Régime había muerto. El Sacro Imperio Romano Germánico cayó en su última batalla.

Mil años de historia habían llegado a su fin bajo la bota de la ideología. La ideología, a fuerza de cañonazos, se había ganado su madurez. Nubarrones siniestros empezaron a cubrir los cielos del globo terráqueo y no empezarían a medio despejarse sino 185 años después.

FIN

 

4 comentarios leave one →
  1. 9 febrero, 2009 2:51 PM

    muy interesante tu vision..SOLO QUE TENES QUE TENER TIEMPO PARA LEERLOHAY TE CAIGO CUANDO ESTE MAS DESOCUPADO..Y SI MIRAS TODOS LOS IMPERIOS CAEN..TODOS..NADA ES ETERNO…solo dios,si crees en ese concepto.

  2. 10 febrero, 2009 8:15 AM

    Manifiesto de nuevo mi admiración. Mi estimado JC.Saludos

  3. 10 febrero, 2009 7:00 PM

    Que bueno que rescataste estos del archivo, estan buenisimos se que no te gusta lo que hare pero al cesar lo del cesar «Sos la mera mata donde se rasca el tigre»saludos

  4. 16 febrero, 2009 2:07 PM

    @VandeliumHola Vandelium!! Qué bueno que te gustó y disculpa que no pueda ser breve (es un defecto congénito)Efectivamente sólo Dios es eterno: así es.Gracias por venir Vandelium________________________________________________________@Leo SolórzanoMuchas gracias, Leo. Saludos________________________________________________________@WirwinSí, fijate, estoy rescatándolos pues ahora estoy sin tiempo ucho para escribir…. espero no aburrir y espantar lectores. Gracias por venir, Wirwin

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